Hay cosas que me entristecen mucho porque no puedo controlarlas. A veces creo que soy mejor persona de lo que soy, y que tengo mi propio criterio. Hay veces que pienso que yo no me dejo arrastrar por las sucias aguas del río de la calumnia, o la difamación, o simplemente de la noticia sensacionalista, que se suelta como una bomba sin importar, (o importando), que a quien le caiga lo vaya a dejar hecho añicos.
Han corrido auténticos mares de tinta en relación a los supuestos abusos sexuales por parte de este extraordinario artista. No soy quien para juzgar, entre otras cosas, porque yo no he estado en la cama de este señor para ver con quien retozaba entre sus sábanas.
El único contacto que tuve con él fue en el teatro del Liceu mientras representaba las míticas funciones de “Aida”, junto con Montserrat Caballé y, como ya conté en una ocasión, de la ópera Carmen. En todas ellas tuve la gran suerte de participar como comprimaria; es decir, como extra. Mientras el resto de comprimarios y miembros del coro se marchaban tranquilamente a sus camerinos, yo me quedaba, casi a escondidas, toda la función entre bambalinas. Lo que yo viví entonces fue la profesionalidad y la educación de un super atractivo Plácido Domingo. Un hombre, en plena juventud (34 años), sobre el que volaba continuamente un enjambre de “moscas” de ambos sexos. Nunca vi un gesto extraño, ni esa mirada de “baboso libidinoso” que sí percibí en otras personas. Lo que recuerdo es un comentario que escuché en más de una ocasión refiriéndose a su comportamiento: ¡Es más soso…!
El martes fui a ver la película documental de Luciano Pavarotti. Disfruté enormemente, y como era de esperar, acabé llorando cuando finalizó con su “Nessun Dorma”.
Se proyectó en una sala pequeña en donde solamente estábamos diez espectadores. Cuando en el documental apareció el gran amigo y colega de Pavarotti, Plácido Domingo, sentí como una puñalada al escuchar el único comentario de toda la tarde, proveniente de tres señoras, casi octogenarias, que se habían sentado detrás de mí: “Por lo visto, dicen que es un mujeriego”.
¿Es lo único que va a quedar de este artista único? ¿Pueden unas denuncias, la mayoría sin rostro y sin nombre, borrar de un plumazo más de cincuenta años de éxitos y de una carrera inigualable? No se le ha juzgado; directamente se le ha condenado. Qué casualidad que las denuncias hayan llegado después de que él sacara a la luz, todos los chantajes a los que la Iglesia de la Cienciología le había sometido para poder ver a sus familiares, a los que esta secta tenía atrapados entre sus telarañas.
Pero lo que más de dolió fue darme cuenta de que yo, sin querer; sin poderlo evitar, de repente vi a este artista, que tanto he admirado, de una forma diferente. Como si una extraña neblina desdibujara su imagen. La neblina de la duda. Esa terrible neblina que jamás se podrá disipar del todo.
Ninguno de nosotros, seres respetables, estamos exentos de que un comentario, lanzado al aire, nos arruine la vida.