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Historias de una escalera confinada: 4º 2ª Mi reclusión con un hipocondríaco

Me llamo Margarita Soler, tengo cuarenta y cinco años y resido en Segovia, aunque nací en Alicante (de punta a punta). Vivo, junto con mi marido, mis dos hijos adolescentes, y mi perro de más de treinta kilos, en una casa de 65 m2. Los chicos, afortunadamente, al ser del mismo sexo, duermen en la misma habitación, cosa que, hasta hace tres semanas lo habían llevado mas o menos bien. Ahora están todo el día peleándose. Aunque cada uno tiene su ordenador, quieren estar solos en su cuarto mientras reciben las clases online, o charlan con sus amigos, en cuarenta pantallas abiertas a la vez.

Yo soy peluquera, así que no hace falta que os cuente más. He estado haciendo algún servicio domiciliario, hasta que mi marido me lo prohibió definitivamente la semana pasada.

Él es gestor y tele-trabaja desde casa.

Este tiempo de confinamiento, me ha servido para descubrir que soy bipolar. Sí, eso justificaría que tan pronto llore como ría; que me dé por cantar a pleno pulmón las canciones de Manolo Carrasco, y al minuto me encierre en el lavabo, y comience a gritar, en silencio, hasta que las cuerdas vocales se me salen por la boca.

Eso debe ser; bipolar. Arriba, abajo; alegre, triste; optimista, negativa…Por eso a veces mi marido me inspira cariño, y otras, (reconozco que cada vez las que más), lo estrangularía con mis propias manos, y me quedaría tan pancha.

Aun recuerdo cuando, al principio de conocernos, en esa época en que los defectos del otro no existen, y los  tuyos propios ya te encargas de esconderlos hasta más adelante; esa época de enamoramiento (que rima con embobamiento), en esa época, justo en esa, recuerdo cómo, cuando me decía que le dolía terriblemente la cabeza, y temía que un imparable tumor estuviera invadiendo todo su cerebro, expandiéndose (tan ricamente) desde su cerebelo hasta su hipotálamo, pasando por todos los lóbulos habidos y por haber, yo lloraba, y me asustaba pensando que en dos días lo perdía. Y entonces le besaba la frente, y le juraba que si él se iba, yo me iba detrás… Hace veinte años le besaba la frente, ahora le cortaría directamente la cabeza, con su cerebelo, hipotálamo, etc,etc,etc.

Sé que una persona hipocondríaca se pasa la vida sufriendo por todo lo que le puede llegar a pasar, pero quien convive a su lado, o acaba igual que él, o acaba por ponerse una coraza tan pesada que, aun viéndolo dentro de un ataúd piensa: “Venga, ya estás con tus numeritos…”

Lo que tiene ahora Elías podría clasificarse como paranoia en estado superlativo.

Lleva un mes entero sin salir de casa, absolutamente para nada; ni para tirar la basura. Antes de que el Estado declarara el estado de alarma, él ya la había instalado en casa.

Lleva un mes con guantes y mascarilla, que no se los quita ni para dormir. Como no tenemos más que una cama de matrimonio, ha puesto una almohada entre los dos, en vertical, como una barrera, para que ni nos toquemos. A mi me dijo que durmiera también con guantes y mascarilla, porque si dormida me daba la vuelta, y me colocaba a cuarenta centímetros de su cara, no fuera a ser que me entrara la tos, o le escupiera sin darme cuenta. ¿¿¿??? Por supuesto me negué en redondo, y le dije ya no solo que no acostumbraba a escupir mientras dormía, si no que no pensaba asfixiarme con un bozal de tela cubriéndome la boca.  Para dormir se pone dos mascarillas… hasta que se ahogue.

Los desayunos los hace él solo en la habitación. Se lleva una bandeja con el zumo, el café y las tostadas y se lo come encima de la cama. Las comidas y cenas las hacemos todos juntos, pero él en una punta de la mesa (menos mal que es rectangular) y el resto de la familia apretujados en el otro extremo. Aquí, aunque sigue llevando los guantes, se baja un poco la mascarilla, y se la pone debajo de la papada.

El cuarto de baño va a acabar amarilleándose de tanta lejía; un día nos dará a alguno una intoxicación. Tiene unas toallas solo para él y, pretendía, que cada día se lavaran, al igual que la ropa que se pusiera para estar por casa. Le convencí para que al menos aguantara dos días, ya que nadie las tocaba.

Cuando nos sentamos en el sofá para ver la televisión (solo nosotros porque los chicos están con sus ordenadores), nos colocamos cada uno en un extremo. El mando, que normalmente lo tiene él, lo ha enfundado en un plástico que cambia cada día. Al principio cada vez que lo tocábamos, iba corriendo detrás a rociarlo con Sanytol, hasta que vio que empezaba a estropearse, saltando de cadenas, entonces decidió lo de la funda.

Y el perro….pobre Norton. Por supuesto ni lo toca, cosa que al can no le causa ningún trauma, ya que Elías nunca ha sido santo de su devoción, pero cuando sube de la calle tiene que estar delante, mientras le limpiamos las patas meticulosamente con toallitas desechables.

El primer día dijo que habría que bañarlo cada vez que entrara en casa porque, a saber lo que habría podido coger olisqueando todas las meadas y cagadas de otros perros. Cuando le dije que lo bañara él, supongo que hizo mentalmente el ejercicio de verse metiéndose en la bañera con una mezcla de mastín, tres veces al día, y decidió que entonces, antes de entrar en casa, le limpiáramos las patas con alcohol o desinfectante. Unas fotografías que le enseñó Miguel de las almohadillas destrozadas de un desdichado perro, después de haber sufrido estas salvajes desinfecciones, le hizo desistir, aunque no deja de recordarnos que esas toallitas solo sirven para limpiar el culo de un bebé.

Y como estas…os podría contar millones de cosas que están llevándonos a todos al límite, y sobre todo a mí.

Y os preguntareis, pero este buen señor ¿tiene el coronavirus? ¿Tiene fiebre, o tos, o se ahoga? ¿Está enferma? ¡Siempre está enfermo!

Se toma la temperatura cinco, seis, o siete veces al día, en todos los sitios donde se la puede tomar, y luego va comparando… No pasa de 36,1.

Si tose, porque le pica un momento la garganta, o se le ha ido la saliva por otro sitio, me mira horrorizado y me pregunta angustiado: ¿Como tengo la tos? ¿A qué ha sonado? ¿Verdad que es seca?

Si a veces, por el mismo estado en perpetua histeria, o porque sencillamente se asfixia con la mascarilla, nota que le falta un poco el aire, comienza a darse de sí el cuello del jersey, mientras mueve de un lado a otro la cabeza, como si fuera un pez recién pescado, fuera del agua, o se levanta, abre la ventana, y saca medio cuerpo fuera, que un día se caerá.

Ahora ya no nos tortura con que tiene todos los síntomas anunciadores de un tumor; o de un ictus, o de un infarto. Ahora está clarísimo que le hemos contagiado el coronavirus. Nosotros, porque él lleva un mes sin salir de casa. Y cuando dice esto mira peligrosamente al pobre Norton.

No sé el tiempo que va a durar este confinamiento, pero ayer por la noche me asusté con un pensamiento que no hacía más que machacarme y machacarme, y yo quería evitarlo, pero en el fondo, (y ahí está lo terrible), me reconfortaba: “ Podía coger el bicho y que se lo llevaran un mes al hospital; así podríamos respirar los cuatro tranquilos en esta casa, que se está convirtiendo en un auténtico polvorín”.

Me da vergüenza  hasta escribir esto, pero creo que si tenéis algún  “Elias” en vuestra vida, me comprenderéis. Pero, eso sí, por supuesto, un mes y a casa, ya recuperado ¿eh? Porque yo lo quiero mucho. ¿Qué os dije? ¡Bipolar!

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