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Feliz verbena. Feliz verano. Feliz desparrame de luz y sonido

Estaba releyendo la publicación que hice en este blog el último San Juan,  y me parece imposible que haya pasado ya un año. Sé que el tiempo vuela, pero ¿tanto? Claro que desde que dejé de trabajar, hace más de cinco meses (¡madre mía!), he perdido absolutamente la noción del tiempo. Ahora disfruto con la maravillosa pregunta que me hago a mi misma: ¿Qué hora debe ser? Ja,ja,ja. ¡Libertad!

Pero de lo que no puedo escaparme, es de saber que ya está aquí el adorado y odiado verano. A partes iguales.

Para muchas personas es una época añorada durante todo el año. Una época que implica sobretodo las maravillosas vacaciones. Que por fin, por unos días, se dejará atrás la rutina, el ver las mismas caras, un día tras otro, y se intentará dar rienda suelta a todos esos sueños acumulados durante once meses.

A todos los que vais a poder coger los trastos y marcharos muy lejos, o muy cerca, pero que vais a desconectar de lo habitual, os deseo que seáis muy felices, y que las horas se estiren para que los días parezcan mucho más largos.

Pero no hay que olvidar esa otra parte de la humanidad que nos rodea, la que nos encontramos cada día en el metro o en el súper, y a la que el verano para ella significa la tristeza de no poder hacer lo que su cuerpo y su mente necesita. Esa humanidad que, por problemas económicos o de salud, tendrán que pasar los tres meses largos esquivando, como puedan, el calor, y sobre todo la euforia de los que piensan que todo el mundo puede irse de crucero por el Mediterráneo, y no disimulan su estupor cuando, tras la impertinente pregunta: “Y ¿dónde te vas de vacaciones?” escuchan la respuesta… “A ningún sitio”.

Cruel sociedad esta de consumo que nos está volviendo devoradores de sentimientos. Que nos hace creer que somos mejores que el que tenemos al lado, por el mero hecho de poder colgar en Facebook muchas fotos, absurdas y ridículas, de lo bien que lo estamos pasando, lo felices que somos, todo lo que comemos, y todo lo que gastamos.

Siempre me pregunto lo mismo. Si nos dijeran: «Puedes hacer el viaje más increíble de tu vida. Todo pagado, pero no puedes comentarlo con nadie, ni enviar una foto a nadie» ¿lo haríamos?

¡Ay amigos!,  y aquí está la maravillosa verbena de San Juan. Ya faltan pocas horas para que los petardos, las tracas, los zambombazos, y los sustos tomen las calles. Mi solidaridad con todos los que tengáis mascotas.  Mucho cuidado, por favor, al sacarlas a  la calle, porque el pánico puede hacer que se suelten.

Y no es que no me guste esta verbena. Fijaros, hoy es mi santo, y aunque un día como hoy, mi madre decidió ir a celebrar su verbena particular con todos sus seres queridos, que ya la estaban esperando en ese mundo de paz y de amor, lo celebro con alegría: la coca, el cava, la luz de este día, el cariño de los míos…

Claro que me gusta la fiesta, pero no puedo, y reconozco que cada vez menos, con los ruidos. Al final he llegado  a creer que donde mejor debería estar, es en alguno de esos monasterios de clausura donde impere la ley del silencio.

¡Uh!, no me veo. Una cosa es tener fobia a los ruidos, a los gritos, al volumen exacerbado de la gente para hablar, hasta con el que tiene al lado,  y otra el silencio absoluto. No. Reconozco que no soy una gran habladora, pero me gusta comunicarme.

San Juan, su verbena, es sinónimo que una parte del año, para muchos la peor, ya ha pasado.

Los niños, felices de empezar sus larguiiiiiisimas vacaciones (que se lo digan a los padres y abuelos que van a tener que hacer encajes de bolillos para que esos super activos críos, a los que se les ha soltado ya la cuerda de los horarios y clases, puedan desfogarse a gusto).

Los jóvenes, soñando con unos meses de diversión, locura, fiestas populares, y sobre todo con esa puerta abierta al maravilloso amor de verano, que aunque seguramente durará lo que dure el cantado solsticio, jamás lo olvidarán.

Y los que ya no somos tan jóvenes, los que hasta empezamos a olvidar ese amor de verano, o comenzamos a dudar que alguna vez existiera, la llegada de esta época nos transmite la sensación (aquí dejo que cada lector haga su propia lectura) que el día se alarga. Que tenemos más horas en el reloj. Que tenemos más tiempo para hacer cosas, o para no hacer nada.

Cuando llegan esas épocas, en las que a las cinco de la tarde es casi de noche, nos hace el efecto que ya se ha acabado el día; que a partir de esa hora ya nada está abierto, o simplemente no apetece más que llegar a casa.

Ahora miramos el reloj, rodeados de un sol que ya va a descansar, pero que todavía  tiene ganas de juerga,  y aunque sean las nueve de la noche, decimos. “¡Ah!, es pronto aun”.

Al nuevo gobierno, por si cuela, le pediría que aprobara  un decreto para que el sol, en pleno diciembre, siga iluminándonos, tranquilo y acariciador, hasta que nos vayamos a cenar.

Amigos y amigas,  Joanas y Joans, Juanas y Juanes, muchas felicidades, y ojalá este sea uno de los veranos de vuestra vida.

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