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Nacer hoy para morir mañana

Siempre se ha alabado la bella y corta vida de la rosa. La han cantado los poetas, la han plasmado en sus lienzos los pintores y han llenado hojas y hojas los escritores con su bella imagen. La imagen de una flor cuya vida  fugaz dura lo que dura: un suspiro de enamorado. Góngora lo plasmó con maestría:

Ayer naciste, y morirás mañana.
Para tan breve ser, ¿quién te dió vida?
¿Para vivir tan poco estás lucida,
Y para no ser nada estás lozana?

Pero yo, desde aquí, desde el comedor de mi casa en donde veo en la terraza su belleza, proclamo que hay una flor más bella todavía y cuya vida aun es más etérea. Es valiente, generosa en su apertura, alegre en sus vivos colores y agradecida a unos mínimos cuidados. Para dar de sí toda su belleza, no necesita riquezas, ni poderes, ni quirófanos, ni cremas;  solo necesita cariño, agua y sol:  El Hibisco.

El hibisco es una planta cuyo amor a los humanos no tienen límite. Cuando está viva, nos deleita con su incomparable poderío y hermosura, y cuando muere, se nos ofrece serenamente, como remedio a nuestros humanos males. Su ser, su esencia, nos ayuda a equilibrar cosas tan vanas y prosaicas como la tensión arterial, a hidratar nuestra marchita piel y hasta a  servir de maravilloso complemento a una bebida tan de moda en estos días como el Gin Tónic.

¿Nunca habéis probado un Gin Tónic con un hibisco deshidratado dentro? ¡Probarlo!  Con calma, sin prisas, dejando que el hibisco se vaya bañando entre las aguas de la tónica, y embriagando en la preciada ginebra. Al final de la gran copa, cuando ya no quede ni una gota de líquido, saborear ese hibisco cerrando los ojos, y dejaros transportar a otro mundo de sensaciones…

Pero a mí, me gusta más ese hibisco vivo y provocativo.

Tengo que confesar que hace poco que lo descubrí. El año pasado, yendo a regar las plantas que tenía en su inmensa terraza mi amiga Julia, bella alemana con el corazón medio español, me fijé un día en una flor inmensa. Con un amarillo que parecía robado de los rayos del sol. Estaba toda abierta y descarada. Cuando me acerqué, se dejó mecer lentamente por la brisa que soplaba en  aquel momento y se debió reír ante mi boca abierta y mis ojos hipnotizados.

Como era época de muchísimo calor, al día siguiente volví a refrescar las plantas que me necesitaran, y cuál fue mi sorpresa y mi tristeza, al ver que aquel ser radiante, que hacía tan solo unas horas me había saludado exultante, ahora era una viejita, encogida y ya medio cerrada flor, que solamente esperaba resignada, el empuje de la naturaleza que la arrancara de su planta madre, para ir a morir al duro suelo de la terraza.

No podía creerlo.  ¿Me habría equivocado de planta? Examiné con la vista cada rincón y no tuve dudas. No, era ella.

La misma amiga alemana, agradeciéndome el cuidado que había tenido con sus plantas, me regaló un precioso tiesto con tres hibiscos presumidos y coquetos, en pleno apogeo.

Me fui acostumbrando a ver como sus flores morían, siendo apenas unas recién nacidas, y como volvían a nacer al cabo de unos días, igual de bellas y majestuosas.

Estuvieron dormidas todo el invierno. Fui regando con igual cariño su solitaria tierra y me volví a  ilusionar con los primeros asomos de sus brotes. He ido viendo como esos brotes iban engordando, llevando su embarazado con gallardía. He sido espectadora de primera fila de sus partos, y les he sacado una y mil fotografías que me han acompañado en mi pantalla del móvil o en la fría pantalla del trabajo.

Ahora que vamos a entrar en la estación que más me gusta, en la estación de los ocres y dorados, mis hibiscos, todavía seguirán asombrándome día tras día, regalándome ese color de eterna juventud  hasta que el frio les haga despedirse de mí con una sonrisa y un: “Hasta pronto. Cuídanos igual, aunque no nos veas, ¿vale?”.

3 comentarios en “Nacer hoy para morir mañana

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