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El secreto de Maximilian – Primer capítulo

Piribibí… Piribibí… Piribibí…

Mis queridos amigos lectores, como me imagino que el libro que tienen ustedes entre sus manos no dis- pone de un pequeño altavoz complementario, les traduciré el sonido con el que se ha iniciado esta novela: un despertador. Mejor dicho, el timbre de un despertador.

Podría haber puesto otras muchas onomatopeyas: Pipipipí… Pipipipí… Pipipipí. O bien Ringggggggg… Ringggggggg… Ringggggggg… Pero me ha parecido más oportuna y descriptible: «Piribibí».

Este timbre suena, sistemáticamente, cada día del año a las siete y ocho minutos de la mañana. ¿Por qué, me preguntarán intrigados, a las siete y ocho minutos? Es una hora rara. O a las siete en punto; o a las siete y cuarto, o, si me apuran, a las siete y diez, pero a las siete y ocho…

Este detalle les dará una pequeña pista de cómo es nuestro protagonista. Él dice que necesita dos minutos para salir de su mundo de Morfeo y conectarse al mun- do real. Gracias a esos dos minutos, a las siete y diez, en punto, ya se encuentra preparado para enfrentarse a un nuevo día.

Sus despertares suelen ser relajados y estructurados en varios tiempos. Todavía dentro de la cama, comienza a saludar a cada una de las partes de su cuerpo, mientras va moviéndolas y desperezándolas.

—Buenos días dedos de los pies; buenos días em- peines; buenos días tobillos; buenos días…

Y así hasta que llega a la frente. Curiosamente nunca da los buenos días a sus abundantes cabellos. Hubo un tiempo en que lo hacía, hasta que leyó, en no se sabe dónde, que los cabellos que crecen están muertos, por eso cuando los cortan, no protestan. De modo que bue- na gana de perder el tiempo deseando buenos días a una cosa que ya ni le va ni le viene que el día sea bueno como que sea desastroso.

Una vez acabado el ritual del saludo se sienta en la cama, colocándose la almohada detrás de la espalda, bien apoyada en la pared. Así permanece unos minutos, observando la habitación con la misma curiosidad que Neil Armstrong observó, por primera vez, el paisaje lu- nar aquel glorioso 20 de julio de 1969.

Girando levemente la cabeza a su izquierda, se en- cuentra con el armario empotrado de tres cuerpos. Un armario de madera de roble que en su momento le costó mucho más de lo que podía pagar, pero que el resultado ha sido extraordinario porque, después de más de veinte años, está nuevo como el primer día.

Llevando la vista al frente, sus ojos se iluminan ante el gran ventanal. Sus dos puertas acristaladas de arriba abajo permiten que penetre en la habitación desde el primer rayo de sol hasta el último. Dos tipos diferentes de cortinas irán jugando con la intensidad de la luz, de- pendiendo de si la habitación quiere inundarse de clari- dad o permanecer en la más absoluta penumbra. Para ello, se combinarán unas ligeras cortinas de lino en un color rosa palo con unas cortinas opacas de terciopelo granate oscuro, que más parecen indicadas como telón de algún teatro de ópera, que para decoración de una habitación normal, en una casa normal. Claro que… ¿qué es lo normal para nuestro protagonista?

Llegado este punto, y confiado en que ya se ha roto un poco el hielo entre el lector y un servidor, creo que es hora de ponerle nombre y apellidos a quien nos va a acompañar durante el trascurso de toda esta novela, y que no es otro que: Federico Gutiérrez Salvavidas. «Fede», para la familia y amigos más allegados; «Gutié- rrez», para sus profesores desde primaria hasta la uni- versidad, y «Flota» (de flotador), para sus compañeros de clase, desde que alguien tuvo la genial ocurrencia de cambiarle su segundo apellido por un sinónimo. ¡Cosas de niños!

Federico (yo no soy ni familiar, ni profesor, ni com- pañero de estudios) continúa con su inspección ocular a su dormitorio.

Al lado del ventanal, y ya casi en la esquina de la habitación, hay una pequeña cómoda de tres cajones en color blanco roto sobre la que descansa, junto con un ambientador en forma de pirámide egipcia, un precioso tiovivo con dos caballitos de madera, con sus correspon- dientes barras verticales, que al darle cuerda emite el inconfundible sonido del carrusel mientras los équidos comienzan una pausada danza persiguiéndose entre ellos. Desde muy niño, le atraen las cajas de música, y cualquier juguete que le transporte al mágico mundo de las ferias y los circos.

Para finalizar, al girar su cabeza hacia la derecha, y antes de llegar a la puerta, hay un sillón tapizado con el mismo color que las gruesas cortinas de terciopelo, y de- lante de él, un reposapiés de la misma tonalidad.

Le gusta a Federico sentarse en este sillón, liberar al ventanal de cortinajes, y observar lo que desde él se ve. Sobre todo, observar el árbol que frente a su ventana cimbrea sus hojas con el viento sirviendo de refugio, e incluso de hogar, a sus queridos gorriones.

Federico ama a los gorriones. Animales libres, ági- les, alegres y curiosos. Alguna vez en verano, con la ven- tana abierta, han llegado a posarse en la barandilla de la pequeña terraza de su habitación. Él jamás los asusta, pero tampoco les da de comer. No quiere que se acos- tumbren al alimento fácil y acaben instalándose en su casa. Y aunque no le hubiera importado compartir su espacio con ellos, le da miedo el dolor que pueda causar- le el cogerles cariño y que un día se vayan a otro lugar.

Después de confirmar que cada mueble sigue en su sitio y que nada ha cambiado desde la noche anterior, se levanta dispuesto a dejarse sorprender por lo que el nuevo día quiera regalarle.

Y es que, como decía el inolvidable Forrest Gump: «La vida es como una caja de bombones; nunca sabes cuál te va a tocar».

Los bombones de Federico Gutiérrez Salvavidas tienen mucho más difícil su cometido, porque… ¿cómo sorprender a quien lleva quince años sin salir de su casa?

Federico es un hombre metódico; obsesivamente metó- dico diría yo, si me lo permiten. Tiene que hacer siem- pre lo mismo a la misma hora: Se levanta, va al lavabo, enciende el aparato de radio que tiene en la repisa al lado del espejo, y se dispone a hacer las oportunas nece- sidades matutinas.

Después apaga la radio y se dirige al comedor, donde abre todas las ventanas de par en par, levantando las per- sianas hasta lo más alto. Si hace calor, las deja abiertas todo el día, y si hace un frío que se congelan hasta las fuentes, las cierra después de transcurridos unos minutos.

Mientras se ventila el comedor, se va a la cocina y enciende otro aparato de radio. En la casa hay un total de cinco, pero eso sí, cada transistor está puesto en una emi- sora diferente. En el cuarto de baño: noticias 24 horas; en la cocina: debates y programas de opinión; en su despa- cho: música clásica; en la habitación de… «por si alguna vez viene alguien»: música moderna, sin estridencias, y en la habitación a la que él denomina «comodín»: música bailable que, dependiendo de lo que esté haciendo en ese momento, puede ir desde marchas militares (si está enci- ma de la bicicleta estática), a boleros (si está planchando).

Cada día del año, indistintamente de la estación, dos hermosas naranjas le están esperando en el frutero para regalarles todo su jugo.

Antes de eso, abre la atestada nevera, saca la caja de queso untable (evito poner marcas publicitarias), y el pan de centeno cortado en rodajas.

Extiende el queso en la rebanada como si fuera un patinador haciendo el ejercicio final sobre la pista de hielo, pasando una y otra vez el cuchillo, hasta que el pan queda totalmente blanco.

Tras esta exhibición artística, se dispone a exprimir hasta la última gota de las naranjas. Se da la vuelta y coge una bandeja de alegres colorines que está encima de una mesita de plástico con varios cajones, todos ellos abarrotados de utensilios varios.

Coloca en ella la naranjada y el pequeño plato de postre con las dos rebanadas de pan, arranca una hoja al rollo de papel de cocina y se dirige a la mesa del comedor.

Es uno de sus mejores momentos del día, porque ahí, en ese preciso instante, comienzan sus charlas con quienes a esa hora estén participando en la radio.

No hay noticia o debate en el que no se meta dando su relajada o airada opinión. Tal es su compenetración con los tertulianos de rigor, que diríase que está dentro del programa, con los cascos en las orejas y el micrófono frente a su boca.

Con ellos habla, ríe, aplaude o insulta. Toda la gama de emociones que en más de una ocasión le ha llevado a apagar el aparato de radio, completamente fuera de sí, no sin antes haber emitido unos cuantos exabruptos y pronunciado una terrible amenaza:

—A que no os escucho más, cuadrilla de mamones.

Normalmente Federico no es un hombre ni male- ducado, ni malhablado, al contrario, mide mucho sus palabras, y disfruta jugando con ellas, pero es que hay comentarios que…

Podría decirse que es un hombre de izquierdas ti- rando a derechas, o de derechas tirando a izquierdas. Entonces, es de centro, me dirán ustedes. Pues no. En realidad, y entre nosotros, ahora que creo que está dis- traído y no nos escucha, Federico es un hombre al que la política le trae sin cuidado. Lleva quince años sin votar, ni siquiera por correo.

—¿Para qué —dice a quien quiera escucharlo—, si de aquí unos años los que están ahora en la oposición volverán a estar otra vez en el poder, y los que están aho- ra en el poder, pasarán a la oposición? Y entonces, basta que unos hayan hecho una cosa para que los otros se la tiren abajo; y vuelta a empezar.

De todas formas, Federico es un hombre que cum- ple con sus deberes de buen ciudadano y paga sus im- puestos como el primero.

—Me deberían hacer una rebaja por el nulo des- gaste del pavimento urbano —comenta, no sin razón. Siguiendo con su rutina, después de comerse con deleite las dos rebanadas y beberse la naranjada, lleva la bandeja a la cocina, y se dispone a prepararse el primer café del día. ¿Cuántos vendrán después? Ni se sabe. Como dato orientativo he de decirles que cada dos semanas hace un pedido a una famosa empresa de cafés, y cuyo envío le sale gratis por pedir como mínimo diez paquetes de diez cápsulas cada uno. Siempre el mismo tipo de café, con la misma fuerte

intensidad.
Él sabe que no es buena tanta ingesta de café, pero

lo necesita para despertarse, para ponerse en marcha y hasta para poder dormir. Sí, sé que parece extraño, pero es que en él, todo es extraño.

Tras ese primer café llega el aseo personal: una lar- ga y caliente ducha, y un buen afeitado con cuchilla (como Dios manda), mientras opina o discute con quien esté en ese momento al otro lado de la radio.

Del cuarto de baño sale generalmente silbando al- guna cancioncilla, muchas veces inventada. Hace su cama, y vuelve a la cocina en donde, tras sentarse en la silla frente a la pequeña mesa de madera, dispondrá las actividades del día, y preparará la lista de las cosas que comprará vía online, o vía telefónica. Absolutamente todo se lo traen a casa. Claro, si Mahoma no va a la montaña…

La entrega de todas esas compras tiene que estar dentro de una determinada horquilla horaria: de catorce a dieciocho horas.

Y, ¿por qué?, volverán a preguntar ustedes. ¡Qué horario más raro! Pues, porque las horas anteriores y posteriores a esa franja son sagradas para nuestro prota- gonista, y nada ni nadie puede alterarlas. Ya sabrán el motivo un poquito más adelante y verán como empie- zan a no encontrar tan excéntricas sus costumbres.

Tras encargar, desde las naranjas hasta el papel hi- giénico a las diferentes tiendas de confianza, le gusta salir un rato a la terraza del comedor y observar cómo todos los mortales que caminan por la calle lo hacen con tanta aceleración, que parece que les esté persiguiendo el mismísimo diablo.

Ahí abajo todo son prisas, malos humores, caras largas o congestionadas, y esa perpetua sensación de lle- gar siempre tarde a… ni se sabe a veces dónde. La cues- tión es ir deprisa, aunque no haya un destino; es igual, correr, correr, que la vida se acaba…

—¡Pobres infelices! —piensa desde la atalaya de su castillo—. Lo único que van a conseguir es que les dé un día un infarto, o les atropelle un coche al cruzar cuando no deben, porque esos segundos robados al semáforo, todavía en rojo, son adrenalina pura en vena.

Tras el convencimiento, una vez más, de que su elección no estuvo equivocada al decidir que nunca más volvería a pisar la calle, se dirige a su despacho, una confortable y tranquila habitación, cuya ventana da a un patio de luces. Por fortuna, como él vive en un ático (queda mejor que decir que vive en un quinto bajo terra- do), casi que sus ojos no se encuentran con ningún veci- no cuando se asoma para cotillear lo que se cocina en los pisos inferiores. Al mediodía no le hará falta asomarse porque los olores de las cocinas ya subirán a informarle.

Aproximadamente a las diez y cuarto, Federico se sienta frente a la mesa donde le espera su ordenador portátil, con ganas ya de comenzar a trabajar. Abre su tapa y lo conecta, quedándose muy fijo delante de la pantalla. ¿Qué espera ver? El recibimiento siempre se lo hace el mismo salvapantallas: unos turgentes senos cuya camiseta blanca, completamente empapada, los trans- parenta, mientras unos firmes y empitonados pezones parece que la quieran atravesar.

Nuestro querido Federico Gutiérrez Salvavidas no es ningún salido, ni ningún obseso sexual. Lo que quiere conseguir este primer contacto visual es ponerlo en si- tuación; ambientarlo, diría yo, para meterlo de lleno en lo que es el trabajo que le da de comer (muy bien, por cierto). Nuestro querido Federico es un afamadísimo escritor de novela erótica. Sus libros han sido traducidos a dieciocho idiomas, y sus historias han atravesado ma- res y montañas, para deleite de millones de personas.

Hay todo un halo de misterio en torno a este escri- tor del que nadie conoce la identidad. ¿Quién es Maxi- milian? ¿Se llama así en realidad? Maximilian, ¿qué? ¿De dónde es? Que la editorial sea española no significa que él también lo sea. Seguro que, por su refinada plu- ma, será inglés o francés.

¿Ustedes también quieren saber el porqué de este nombre? Con mucho gusto se lo desvelaré. Federico quedó impactado con la película Topkapi, de Jules Das- sin, con la bellísima Melina Mercouri, el extraordinario Peter Ustinov, y un guapísimo Maximilian Schell. El impacto que le produjo descubrir a este atractivo actor austriaco le hizo tambalear su recto mundo de moral intachable. ¿Cómo podía sentir «aquello» cada vez que Maximilian miraba a la cámara, dándole la sensación de que lo estaba mirando a él directamente?

La imagen de aquel ladrón de guante blanco, con su encantadora sonrisa, le provocó más de una urgente vi- sita al cuarto de baño para aliviar sus emociones.

Hubo una temporada en que, espantado, llegó a creerse homosexual. Pero… ¿cómo había podido ocu- rrir? ¿Le había venido así, de repente? A él no es que le volvieran loco las mujeres, pero sabía reconocer un buen pecho, o un provocador trasero, y no le desagradaba en absoluto la idea de, algún día, poder disfrutar de ellos.

Con el tiempo, la obsesión con este actor fue men- guando y sus imperiosas visitas al lavabo también.

Sin embargo, un pequeño resquicio debió quedar dentro de su cabeza porque, cuando tuvo que decidirse por un seudónimo con que firmar su primer libro, le vino como un relámpago este nombre y, en medio de…